miércoles, 28 de febrero de 2007

Los guarrománticos

Según Kloster, el Romanticismo ha sido el peor virus político, artístico y literario de nuestra historia reciente. Empezó a reblandecer las meninges de Europa a comienzos del XIX, y desde entonces el mundo no ha levantado cabeza.

—Nos hemos vuelto gemebundos y moqueantes, amigo mío —me explicaba con su peculiar facundia—. Los suspiros han acabado con los héroes. Malos tiempos para la épica.

Le respondí que, sin romanticismo, nos habríamos perdido a Rousseau, a Goethe, a Brahms, a Bécquer…, pero él apostilló que también habríamos perdido a Bisbal, a Bustamante, la new age y “Pasión de Gavilanes”.

—Y lo malo —concluyó— es que lo peor está aún por venir.

Es cierto: los grandes temas del romanticismo clásico —la pasión libertaria, el gusto por lo esotérico, el culto a la naturaleza y, sobre todo, la hipertrofia de los sentimientos— han alcanzado tal crédito social y cultural que nadie cuestiona su primacía sobre cualquier otro valor.

—¡Mamá, has herido mis sentimientos…! —clamaba enfurecida Vanesita Ramírez, empleando una expresión oída en un telefilme que le había gustado mogollón—.

Y la sicóloga Cuquita R. Williams, aconsejaba a una atribulada estudiante de bachillerato:

—Si sientes algo especial, no temas; libérate de tabúes, corre al encuentro de “él”, y entrégate sin tasa.

El lenguaje de Cuquita es mohoso, pero su doctrina está al día: “sentir algo especial” es suficiente para legitimar cualquier comportamiento.

Hubo un tiempo en que a los niños nos decían cosas terribles como esa de que “los hombres no lloran”. Hoy, por el contrario, llorar es obligatorio. Hay que gimotear, dar rienda suelta a los lagrimales sin miedo a asperger a los vecinos. En el triunfo y en el fracaso, cuando ganamos Operación Triunfo y cuando fallamos un penalti, cuando declaramos nuestro amor y nos lo declaran, nada mola más que una lacrima sul viso.

—¡Es tan mono! —decía Jessica a su hermana—. Cuando me pidió salir, lloraba como un niño…

—Y tú, ¿hacías pucheros?

—¡Ay, sí…!

Un día llegó lo inevitable: el romanticismo y el hedonismo se encontraron; comprendieron que habían nacido el uno para el otro y se unieron en solemne concubinato. Al fin y al cabo, entre la exaltación de los sentimientos y la glorificación del placer casi no hay distancia. El hedonismo aportó al romanticismo el aspecto práctico: convirtió el amor en una cuestión química de intercambio de fluidos, desechando su dimensión espiritual. El romanticismo, por su parte, envolvió en un celofán de suspiros las toscas exigencias hedonistas, y renunció a hablar de amor eterno, de fidelidad y de otras obscenidades semejantes. En nombre de los sentimientos -que todo lo justifican- convirtió las urgencia sexuales en actos virtuosos, en lírica pura. Y nacieron los guarrománticos.

Los guarrománticos están por todas partes: hay culebrones guarrománticos, música guarromántica, literatura y hasta poesía guarromántica. Y telefilms, videojuegos, comics… Pero hay, sobre todo, demasiadas víctimas del virus. Pienso en los más jóvenes: miles de chicos y chicas corrompidos, que no se merecían estar así.

Después de charlar con uno pensé escribir estas líneas. Y escribiré algunas más sobre los viejos guarrománticos y sobre los cobardes que no hemos sabido detener la epidemia.

Hablaremos también de la vacuna.

(De "Un safari en mi Pasillo". Ed Palabra, 2006)

lunes, 26 de febrero de 2007

Miradas

Es media tarde. Junto a una confitería de la calle Velazquez, en Madrid, hay una niña de 5 ó 6 años que lleva en los brazos una gran muñeca. Está sola, parada en medio de la acera, con su uniforme a cuadros del colegio. La niña contempla la muñeca con una ternura imposible de describir. Luego la acuna y canta muy bajito. Me detengo y sorprendo esa mirada de la niña. Al rato sale su madre de la confitería, y se detiene un instante para contemplar a su hija en silencio. La mirada de la madre (porque es su madre, sin duda) es idéntica. Yo no quiero perderme la escena. Soy un intruso; pero no me muevo. ¿Cuánto tiempo hemos estado así?

Decido alejarme, y entonces veo al anciano que está sentado en el banco. Es un mendigo que todas las tardes pide limosna junto a la confitería. Yo soy su cliente más fijo. Hoy, sin embargo, no me ve: parece extasiado con la niña y con su madre. Las mira con la misma dulzura, y sonríe un poco.

No quiero moverme. Se han detenido todos los relojes. La niña mira a la muñeca, la madre, a la niña; el viejo, a las dos… Y yo, que no sé lo que hago allí, sospecho que tengo ya en mi mirada un poco de esa ternura.

Entro en el portal. Dentro de unos minutos debo predicar una meditación. Creo que hablaré de la mirada de Dios.

sábado, 24 de febrero de 2007

Elogio del elogio

Por razones que no son del caso —y que, por supuesto, no divulgaré—, andaba yo un poco bajo de tono, al borde mismo de la melancolía, cuando recibí el mail de Manolo. Manolo vive en Valencia desde hace casi 40 años y, además de colega, es amigo y fue mi maestro cuando tuve que dar los primeros pasos como sacerdote.
Su correo era breve, pero lleno de tales elogios que ruborizarían a un rinoceronte adulto. No diré esa bobada de que eran inmerecidos, porque a nadie le amarga un dulce y, en cuestión de méritos y deméritos, mejor no ser juez ni fiscal de uno mismo. En todo caso, tras la lectura del mensaje, la autoestima perdida se me puso por las nubes, y comprendí que no vendría mal redactar unas breves consideraciones sobre los efectos benéficos de los elogios, aplausos y alabanzas tanto en el loador como en el loado.
En esta tierra nuestra, donde la envidia reina como deporte nacional, el encomio se practica con tacañería y, casi siempre, como un género literario obligado para contadas ocasiones.
Es el caso de los elogios fúnebres, tan de moda en estos tiempos, que a veces sustituyen a los sufragios tradicionales o sirven de estrambote final en una ceremonia religiosa. A mí no me hacen gracia, la verdad; pero tampoco voy a oponerme a que se hable bien de los difuntos. Luego están los elogios “oficiosos”, es decir los que propinan al jefe sin el menor rubor los empleados de la empresa; y los políticos, esos ditirambos impúdicos que reciben los abnegados líderes de parte de sus lacayos; y también los aspavientos de admiración, con besuqueos incluidos, que se regalan los cantantes, actores, actrices y folclóricas de todo signo, antes de apuñalarse por la espalda.
Pero, como digo, todo esto es pura literatura, y yo quería hablar de una especie en peligro de extinción: el elogio sincero.
No todas las alabanzas son una farsa, desde luego. Hay algunas casi veraces. Por ejemplo, las que Kloster llama “loas con conjunción adversativa”, tan practicadas en todos los ambientes: “es inteligente, la verdad, pero viste como una bruja”, oí decir a propósito de una política. “Es mona, desde luego —comentaban por la radio de una actriz— pero completamente idiota”. Ese “pero”, parásito de casi todas los cumplidos, hace poco deseable la lisonja ajena.
Luego está esa expresión tan hispana y tan reveladora del “hay que reconocer”:
—Hay que reconocer que el idiota de Pepe es un buen médico.
El elogiador, en este caso, necesita insultar primero y luego conceder a regañadientes las cualidades que, en el fondo, envidia.
—Entonces, ¿no existe el elogio sincero, gratuito, sin sombras ni matices?
—Existe; pero es insólito. Y es que, para elogiar gratis al prójimo, hay que ser humilde, generoso, magnánimo, sincero…, y cortés.
Quizá por eso, por esa falta de cortesía que suele darse entre los más próximos (“donde hay confianza…”), resulta casi imposible que nos alaben los que más nos quieren: la familia, los amigos…, y que lo hagan a la cara, no a nuestras espaldas. No sé si es un pudor mal entendido o es que estamos todos excesivamente preocupados por fomentar la humildad del cónyuge, del hermano o del amigo.
—Es lógico, ¿no?
—No, amigo Kloster. Un elogio más o menos no afecta a nuestra vanidad. La mía, al menos, está suficientemente hinchada sin ayudas ajenas. Uno necesita las alabanzas de los amigos para sentirse querido y valorado; para no tener que alabarse a uno mismo; o sea, para ser humilde.
Kloster me mira con cara de guasa, pero, por una vez, me da la razón, y cita al Profeta Isaías: dicite iusto quoniam bene…: “decid al justo que lo hace bien”.
—De todas formas —concluye—, no cabe duda de que sabes sacar punta a cualquier tontería: a un simple mail…
—No sé si tomarlo como un elogio —le digo—.
—No hay mail que por bien no venga, concluye.

No podemos conducir por ti… de momento

Cuando uno va de viaje con Kloster de copiloto, lo mejor para ahuyentar el sueño es buscar una emisora con mucha letra y poca música.

Enciendo la radio. La Dirección general de tráfico y la de Protección civil, que tan desinteresadamente velan por mi seguridad, me amonestan desde las ondas:

—En la carretera, usa el cinturón y el chaleco reflectante. Mantén la distancia con el vehículo delantero. No sobrepases los límites. Pon al niño detrás, en su sillita infantil homologada. Ojo con el móvil, que si te veo usándolo te vas a enterar. No te distraigas con la publicidad. Mira las señales de tráfico. Alcohol, ni una gota. Descansa cada dos horas. Las comidas, ligeras. Cuida­dito, que hace frío. Hay diez comunidades en alerta roja por nieve y viento racheado. Lleva cadenas en el male­tero y comprueba que sabes usarlas. Vigila el estado de los neumáticos y de la sus­pensión. El depósito lleno y el móvil cargado. No aceleres más, que te dejo sin puntos. Piensa que lo importante es llegar. Treinta y cinco muertos el fin de semana pasado. Reduce la temperatura de la cale­facción, no te me duermas. La vida es el viaje más maravilloso…

Decido cambiar de música, pero, un segundo antes de apretar el botón, una voz grave, seductora y amenazante, concluye:

—¡No podemos conducir por ti!

Siento un escalofrío, y echo el seguro de las puertas para que nadie intente acceder al coche desde el exterior.

— ¿Te das cuenta, amigo Kloster? Quieren conducir por mí. Ya están aquí.

— ¿Quiénes?

—Los extraterrestres. Tratan de abducirnos para llevarnos a un Planeta lejano, a un mundo feliz sin tabaco, alcohol ni hamburguesas XXL.

—No digas tonterías. Si fueran los extraterrestres aún tendríais esperanza; pero es el Poder que todo lo puede, el ama de cría que os amamanta.

Kloster se recuesta en el asiento hasta confundirse con la tapicería.

—Pero la culpa no es suya —sentencia—; tampoco de los marcianos. Es vuestra.

Apago definitivamente la radio, y me dispongo a escuchar.

—Dicen que la adolescencia es rebelde e inconformista. Quizá lo fue en otro tiempo… Ahora es un lujo de países ricos. En Senegal uno pasa directamente de la infancia al cayuco. Aquí en cambio hay unos años para jugar a las maquinitas, al amor light y epidérmico y a esa especie de fiesta de disfraces que trata de ser provocadora, pero que ya no asusta ni a las abuelas. ¿Rebeldes? Los chicos están anestesiados; se han vuelto conservadores y burgueses como papá.

—Ya. ¿Y eso que tiene que ver…?

—El problema es que la sociedad vive desde hace años una especie de adolescencia colectiva. Vivís narcotizados por los juguetes que os proporciona el Estado del bienestar. Creéis que la libertad consiste en que os lo garanticen todo: la salud, la pensión, un móvil por barba, Internet en el cuarto de baño, un trabajo cómodo sin sobresaltos, tele de plasma, cuarenta canales, sexo epidérmico, piso en propiedad…

—No todo el mundo tiene eso…

—Pero a eso aspiráis. Y, por conservarlo, renunciáis al gusto de la aventura, al vértigo de la libertad, al poder del espíritu creador, al riesgo de vivir. Y habéis inventado un Estado Nodriza, besucón y posesivo, que da lecciones de ciudadanía y os modela a su gusto… ¡Ya podemos pensar por ti! —os dijo hace años—. Y os pareció bien. Ahora quieren conducir por ti. Me temo que lo conseguirán cualquier día, y lo aceptaréis con resignación.

—¿Y se puede saber por qué hablas sólo de mí? ¿Qué dices de ti mismo?

Kloster sonrió, empezó a hacerse pequeñito hasta convertirse en una especie de insecto, y salió por la ventanilla.

Unos kilómetros más adelante pude ver su platillo volante, que se alejaba.