sábado, 9 de junio de 2007

Es grande ser cura XI


La muerte de Andrés, I

Han pasado más de 25 años, pero recuerdo muy bien todos los detalles, incluso los que no diré y los que alteraré un poco como otras veces. Como la historia es larga, y mi tiempo escaso, trataré de ser escueto, pero me temo que habrá que dividirla en capítulos.

Comenzó con un llamada telefónica de María, que acababa de casarse y de estrenar piso.

—Se trata de uno de los vecinos—me dijo—. Se llama Andrés, y se está muriendo. Es del partido comunista y no cree en nada, pero hemos hecho buenas migas. Yo le he dicho que tengo un amigo cura, y le he convencido para que charle con usted. Dice que está dispuesto con tal de que no le hable de cosas espirituales.

Vivía en las afueras de Madrid, en un barrio en construcción cerca de la M 30, la autovía que rodea la Capital.

Por aquella época aún no me había convencido de que, en estos casos, es mejor no pensar en lo que uno va a decir, en qué respuestas dar ni en cómo presentarse. El Evangelio lo deja bien claro, pero me temo que, camino de aquella casa, recé más por mí mismo y mis agobios que por la persona a la que iba a visitar.

Me recibió su esposa, una mujer joven, guapa y maquillada hasta la exageración, que volvió a suplicarme que no le dijera nada sobre Dios ni sobre la vida eterna.

—¿Tú eres creyente?

—Muchísimo, padre, pero por favor… El médico le ha dicho que ya no hay tratamiento, pero Andrés no quiere ni oírle.

Estaba en un pequeño salón, sentado frente a una mesa camilla y tenía en las manos una bandeja de plata repujada.

Me explicó que sus compañeros del Partido le habían hecho un homenaje.

—Acaban de marcharse, y me han dejado esto.

Con orgullo y una pizca de emoción, leyó las palabras grabadas en el fondo. Me dejaron frío. Era una especie de epitafio gélido y hueco.

Dejó la bandeja a un lado y me miró a los ojos. Los tenía húmedos y mortecinos.

—Me han operado de un pequeño tumor —explicó—, y ahora me estoy recuperando. Todas las mañanas corro un par de kilómetros y me encuentro mucho mejor.

—¿Y el médico…?

El tono de Andrés cambió bruscamente.

—He cambiado de médico. El otro era un carnicero. Ahora tengo un homeópata y voy bien…

Me contó que tenía un chalet en el campo, y resultó que sabía de pájaros casi tanto como yo. Charlamos con gran entusiasmo sobre los distintos tipos de prismáticos y sobre las aves rapaces de la Sierra de Madrid. Le prometí un libro y unas casetes con cantos y gritos de todas las especies de España.

Una hora después me despidió con un “salud” que me sonó rancio y anacrónico Pero añadió:

Hasta cuando usted quiera.

—¿Te parece bien el lunes?

De vuelta a casa, ya no recé por mí, sino por mi amigo pajarero. Y me parece que di gracias a Dios por las aves del cielo, que una vez más me habían servido para empezar a construir un puente hasta el corazón de Andrés.

Al fin y al cabo, ser cura es ejercer de pontífice, y pontífice significa eso: creador de puentes.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy deseando leer la continuación aunque no termine bien.

Marta Salazar dijo...

buenísimo este y el siguiente post!

me parece ver en Andrés a mucha gente que he conocido en mi vida...

"Una hora después me despidió con un “salud”"

esto de despedirse con un "salud" tiene algún significado especial?

No me parece un culebrón. Me parece muy real...

Gracias x compartir la historia con nosotros!

Altea dijo...

Supongo que lo de "salud" obedece a la exagerada alergia que tienen algunos a despedirse con "adiós", porque hasta la sonoridad de esta palabra les vapulea la conciencia.
Va de veras, no me lo invento.