viernes, 31 de agosto de 2007

38 años

Me dice Tomás que me doy a conocer cada vez más en esta página. Tiene razón. A mí también me preocupa, pero qué le vamos a hacer: el blog, inevitablemente, acaba siendo un diario, un espejo y un desahogo.

Ahora compruebo, por ejemplo, que esta mañana, al recordar mis 38 años de cura, no he nombrado al santo que me llamó al sacerdocio: a San Josemaría.

Una anécdota. Fue un día de abril de 1967. Estaba yo en Roma y encontré al Padre en la "Gallería della Campana", un rincón de Villa Tevere lleno de recuerdos. Hablé unos minutos con San Josemaría. Para entonces ya había dicho que sí, que estaba dispuesto a ser sacerdote; pero expresé una duda:

—Padre, ¿usted cree que sirvo para eso?

La respuesta fue rotunda:

—No, hijo mío, pero lo harás bien.

Luego me dijo varias cosa más, pero no he olvidado estas pocas palabras. Alguna vez las he repetido a quienes me han planteado la misma cuestión.




31 de agosto. Hace 38 años.

Basílica Pontificia de San Miguel


La noche del 30 al 31 de agosto de 1969 hubo al menos 29 personas que no pegamos ojo. Hacía mucho calor en Madrid, pero no fue ésa la razón: estábamos a punto ser ordenados sacerdotes en la Basílica de San Miguel.

Desde la mañana a la noche todo iba a ser nuevo. Junto a la cama, colgada de una percha, nos esperaba la enorme y calurosa sotana negra. Estábamos felices, pero mentiría si no dijera que se me ocurrió la posibilidad de salir corriendo o de meterme debajo de la cama para que no me encontraran.

Han pasado sólo 38 años. Ya no quiero huir. He repetido hasta la saciedad que es grande ser cura. Unos días más tarde celebré mi primera Misa solemne. Benita y Jose María, mi fieles lectores, sabe muy bien en qué fecha.

Al recordar esta efemérides, pienso en cada uno de los que me acompañaron: desde Ángel Ruiz, el mayor de todos, que ya se fue al Cielo en su tierra de Argentina, hasta Hillary Mahaney, el más joven y el más alto de la promoción, que trabaja en los Estados Unidos.

Esta mañana he leído esto la Encíclica de Juan Pablo II sobre la Eucaristía:

Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos han quedado fijos en la hostia y en el cáliz…

Los míos deberían estar también allí cada uno de los minutos de este día. ¿Rezaréis para que ninguno de los 29 se despiste? Por eso, y solo por eso, es grande ser cura.

jueves, 30 de agosto de 2007

Motorromeros


—Hay gente para todo, amigo Kloster. Yo siempre pensé que los moteros no eran gentes de fiar, que eran una subespecie de gorilas de la carretera, amantes del estrépito, adictos a los efluvios del cuero y de la gasolina, enmascarados de la ruta, presuntos implicados en los delitos más atroces.

—¿Y no es así?

—Parece que no. Me escriben unos moteros que organizan una Romería a la Virgen todos los años, y me piden que ponga un link en el blog y que les haga propaganda.

—No te fíes, colega.

—No, si yo no me fío. Por nada del mundo entraré en www.romeriamotera.weebly.com , que es donde tienen su guarida.

Por qué “me pasan cosas”


Eso dice la gente; que me pasan muchas cosas. Y es verdad; yo mismo lo voy comprobando día a día desde que escribo en el blog.

—Dime Kloster, ¿por qué ocurren tantas anécdotas a mi lado?

—Elemental, mi querido amigo; porque las provocas.

En las grandes ciudades como Madrid la gente va por la calle con el gesto ceñudo y el móvil en la oreja o con unos cables blancos soldados al tímpano.

El metro, por la mañana, parece un velatorio: ellas se sumergen en la Catedral del Mar o se dejan llevar por la sombra del viento. Ellos consultan la prensa especializada: el Marca, el As y los diarios gratuitos.

En la línea 26 del autobús, el contacto humano más estrecho que cabe esperar es el que proporciona el carterista cuando te mete la mano en el bolsillo para afanarte la cartera. Por lo demás nadie se saluda, nadie se conoce, nadie se mira.

Como soy cura y se me nota enseguida, disfruto de una posición privilegiada. La gente me observa; a veces incluso me analiza de arriba abajo. Eso es admirable. Basta con devolver la mirada y decir algo. Por ejemplo, una aguda referencia al clima:

—Parece mentira, ¿verdad? En enero no hacía tanto calor como en agosto.

—Debe ser el cambio climático.

—Sí, debe ser eso…

A partir de ahí, el diálogo está servido. Madrid, al fin y al cabo, es sólo un pueblo de la Mancha vestido de ciudad, y los madrileños conservamos intacta la cordialidad de las aldeas, el gusto por la tertulia, la charla con el vecino. Basta con dar el primer paso y mirar a la cara de los que se cruzan con nosotros. Y a los que nos ven pasar: a los mendigos, a los porteros, a los guardias…

Me revientan las grandes metrópolis, los rascacielos acristalados de cincuenta pisos, los ascensores abarrotados, las miradas perdidas. Yo trato de romper el hielo. No aguanto seis pisos en un ascensor sin decir algo a comparte conmigo el mismo metro cuadrado.

Además, soy cura, y quiero ayudar a la gente. Es sencillo: los madrileños sintonizamos enseguida.

—Oiga, ¿pero usted no es de Bilbao?

—¡Y qué! Los de Bilbao somos de donde nos da la gana.




"Mi libro"

Con todo el afecto hacia Francisco Umbral, que acaba de fallecer, no me resisto a poner este pequeño vídeo, tan conocido, que ahora, con el paso de los años, resulta aún más gracioso.

De paso nos acordaremos de rezar un poco por el alma de este escritor insigne, paradójico, tierno, agresivo, brutal en ocasiones y siempre sorprendente.


miércoles, 29 de agosto de 2007

La taxista



Estaba en la Puerta del Sol cuando recibí la llamada en el móvil. Cristina me preguntaba si podría llevar la Comunión a su padre, que está enfermo. Tomé un taxi. Una voz femenina me saludó con insólita cortesía:

—Buenos días, caballero, ¿en qué puedo servirle?

Le di la dirección, y la taxista volvió a preguntar:

—¿Conoce usted el trayecto óptimo? Yo aún no he memorizado todas las calles…

Un poco redicha sí que parecía la chica, pero en todo caso siempre es mejor eso que un gruñido convencional.

Le dije que sí, que conocía todas las rutas y nos pusimos en marcha. Estábamos a 8 euros de la meta.

Me miró por el retrovisor. Ella no tendría aún los 30 años. A su lado había un cuaderno y dos o tres libros de economía. Era una chica pequeña, muy morena y con unos ojos negros, enormes, que una y otra vez se asomaban al espejo.

—No eres de aquí, ¿verdad?

Fue como si le hubiese dado cuerda. Me contó que es asturiana, que vino a Madrid a estudiar Empresariales y a quitarse de encima la bruma del Cantábrico; que tiene tres hermanos mayores y una pequeña; que estudia en la UNED, o sea a distancia; que por supuesto podría hacerlo desde su tierra, pero que ella pasa del pueblo; que le gusta vivir su vida, y que taxi está muy bien, aunque ya se sabe, hay mucho machismo, porque sólo hay mil chicas taxistas, mientras que los hombres son cuarenta mil; que tiene un novio que también está en el taxi, con el que cruza de vez en cuando por Madrid, pero no tocan el claxon, porque está prohibido…

A todo esto, el taxi no corría, volaba. Yo trataba de retener los datos que me iba lanzando, cuando me vi sorprendido por una pregunta:

—Y usted…, ¿qué, a la parroquia?

No tuve más remedio que corresponder a su confianza explicándole con todo detalle que me dirigía a un Colegio Mayor para retirar una Forma consagrada del Sagrario, ponerla en una teca, coger una estola y un ritual y dirigirme a pie a la casa de un enfermo para darle la Comunión.

—Eso está bien. ¿Y lleva usted a Jesús, o sea a la Hostia, sin procesión ni nada…? Porque en mi pueblo yo he visto al cura que iba con un monaguillo tocando la campana…

—En los pueblos pequeños aún es posible trasladar al Señor de forma solemne, pero en las ciudades…

—Claro. ¿Y alguna vez lo ha llevado usted en taxi?

—Sí, más de una vez, por supuesto…

La taxista se quedó en silencio, como rumiando la posibilidad de ser ella misma la conductora de un coche que transportara a Jesús. Yo aproveché la oportunidad para completar un poco la faena. Un trayecto de 8,90 euros da mucho de sí. Hablamos de la visita de la Virgen a su prima Santa Isabel: más de cien kilómetros en borrico, con el Señor en su vientre.

Al fin quedamos en que, cada vez que subiera un cliente, miraría la pequeña imagen de la Virgen de Covadonga que lleva en el salpicadero.

—Eso ya lo hago. Una nunca sabe…

—Es verdad, pero también puedes pensar que a lo mejor Jesús va detrás.

Coincidí con ella en que era “muy fuerte”.

Al bajar del taxi me despidió con otro insólito discurso que lamento no recordar. Y concluyo diciendo con una sonrisa:

—Cuando lleve a Jesús, vaya por la sombra, que hace mucho calor.

—Descuida.




martes, 28 de agosto de 2007

Gracias y perdón

Quiero dar las gracias una vez más a todos los que entráis en esta página y tenéis la estupenda delicadeza de dejar un comentario al pie de alguna de mis entradas.

Soy un grosero, lo sé: casi nunca contesto, y ni siquiera correspondo con la elemental cortesía de comentar lo que escribís. Y lo cierto es que visito todos los blogs de mi barrio y algunos más: Rayos y Truenos, Adaldrida, Ardiendo a un clavo, Ricardo, caraacara, el Tato, Juanan, Josan, el tío cura, Patzarella, Benita, Marta Salazar, María, Beades, Rebeldes con causa..., ¿sigo?

Hago lo que puedo. Entro y salgo de puntillas, sin decir ni pío porque no tengo tiempo. Ser cura es ir de cabeza. Quien diga lo contrario...

Son las 11 de la noche. Mañana a las 8 tengo que predicar sobre San Juan Bautista y también sobre Herodes Antipas, un pobre idiota de la jet, que se llamaba rey sin serlo, y vivía de sus fiestas y de sus juerguecillas de sangre y sexo.

Cuando regrese de misa os contaré mi conversación con una taxista de Madrid.

Libros de agosto


Me temo que esta biblioteca es la de Harry Potter

He entrado en una conocida librería (“diez minutos”, me he dicho; ni uno más) y me he dedicado a curiosear por los estantes. En agosto no hay “novedades”, sino “ofertas”. Hay clásicos a precio de saldo y basura encuadernada que nunca debería haber salido de la imprenta. Hay novelas de misterio o de terror con revelaciones, profecías, exorcismos, “secretos inconfesables que el Vaticano se esfuerza por ocultar”, interpretaciones paranoides del Evangelio, frailes asesinos… Son las réplicas del terremoto “Da Vinci”.

Compruebo que la epidemia ha afectado también a las llamadas novelas “históricas”, un género propio del Romanticismo que nació, según G. Lukács, con la loable pretensión de hacer verosímiles otras épocas, preferiblemente lejanas, describiendo con fidelidad sus costumbres, valores y creencias.

Hemos tenido grandes novelistas históricos, desde Pérez Galdós a Stefan Zweig, y todos ellos se atenían a una norma no escrita: los hechos narrados debían ser verídicos, aunque los personajes principales fuesen producto de la fantasía. La novela histórica exigía por tanto de su autor una seria preparación documental y un considerable bagaje cultural. Esa norma ha sido tácitamente derogada: hay novelistas que, quizá por pereza, hacen exactamente lo contrario: hablan de personajes reales a los que atribuyen hechos falsos, en ocasiones delirantes y hasta calumniosos. Es una forma, como otra cualquiera, de ideologizar la historia.

Paso por la sección religiosa. Hojeo, con h, (paso las hojas, que no el ojo) un volumen gordísimo que trata de demostrarme en setecientas u ochocientas páginas que Dios no existe. Loable esfuerzo el de su autor, aunque inútil y excesivo. El que afirma es quien debe probar lo que dice, nunca el que niega. Y, francamente, no creo que hagan falta tantas páginas para llegar al conocimiento de Dios.

Junto a ese tocho, veo las Obras completas de San Agustín, un libro del Papa y otro mío. Casi me ruborizo: nunca me había visto en tan buena compañía.

Ojeo, sin h, algunos libros de poemas que se esconden en el lugar más recóndito de la librería. No encuentro “Pampalunas” de Rocío Arana ni la última antología de Miguel D’Ors.

Al salir, recuerdo lo que me contó ayer mi amigo Tomás: que había visto en Sevilla una calle llamada “Nuestra Señora de los buenos libros”. Voy a Internet —todo está en la red— y encuentro la calle, la advocación y este romance anónimo del siglo XVII:

"Todo el amparo, señora,
de mi libro en ti le libro;
pues eres libro en quien Dios
enquadernó sus prodigios...
Si al que es vida le ceñiste
en tu virgen pergamino,
ya libro eres de la vida;
vida has de ser de los libros.
El gran Autor con la pluma
del espíritu divino,

sobre tu papel intacto,
sacó su palabra en limpio
sin copia, por ser tú sola;
sin tinta, por ser arminio;
sin original obscuro,
y sin borrador delito.

Libro eres de cuenta,
donde el más estrecho juizio
siempre suma lo constante
pero nunca lo caído;
libro de memoria, siempre
para hacerme beneficio,
y en blanco, pues por ti Dios

mis culpas ponen olvido;
de Palma, o libro, tus hojas
en tu conceptción las miro,
allá en tu parto azucenas
y en tu soledad cuchillos.
Tu esseción es privilegio,
tu tassa precio infinito,
general tu aprobación,
gloria el fin, gracia el principio,
impresión estrellas, coma,
la luna, punto el sol mismo,
rectas líneas, blanco margen,
luces letras, cielo estilo
y al fin concepción sin mácula
es el título aplaudido
de tu libro, porque es Dios,
el concepto de tu libro.
O libro cerrado a culpas
y abierto a humanos gemidos;
borre un rasgo de tus gracias
las erratas de mis vicios.

lunes, 27 de agosto de 2007

Andrés Vázquez de Prada



Hoy se cumplen dos años del fallecimiento de Andrés Vázquez de Prada, historiador, jurista y escritor; autor, entre otras, de la biografía más extensa y detallada de San Josemaría Escrivá.

He tenido el privilegio de vivir con Andrés los últimos años de su vida y de atenderlo espiritualmente hasta el final. Por eso, antes de celebrar hoy la Santa Misa, que ofreceré por su eterno descanso, quiero dejar constancia de este aniversario para que os acordéis de rezar por él, aunque estéis convencidos, como yo, de que se fue al Cielo en el mismo instante de su muerte, aquel sábado 27 de agosto a las 2 y cuarto de la tarde.

Andrés había nacido en Valladolid en 1924 y trabajó 30 años en la Embajada española de Londres, de la que fue Agregado de información. Sin embargo, y a pesar de su larga estancia fuera de España, conservó y cultivó un castellano rico y castizo, lleno de colorido. Leed, por ejemplo, El sueño de un anciano”, sobre el Cardenal Newman, o la espléndida biografía, editada en Rialp, de Sir Tomas Moro, o su sorprendente ensayo El sentido del humor”, de Alianza Editorial, en el que dedica todo un capítulo nada menos que a las cosquillas.

En la Misa que celebré para sus hermanos y unos pocos amigos a las pocas horas de su muerte, expresé mi convicción que los personajes que él biografió con tanto rigor y cariño, habían salido ya al encuentro de Andrés en el Cielo. Y, el primero de todos, San Josemaría Escrivá, al que conoció y trató desde 1942.

No quiero alargar más este recuerdo. Sólo una anécdota:

Poco después de terminar la biografía de San Josemaría, a la que dedicó los últimos años de su vida, y antes de su publicación, coincidí con Andrés en el Santuario mariano de Torreciudad, y quiso charlar conmigo paseando por la explanada.

Hablar con Andrés era una delicia. Le entusiasmaba el arte, la literatura, la historia, la gramática…, hasta las aves, que eran por entonces mi afición y mi chifladura. Como además tenía un particular sentido del humor —entre británico y castellano— yo me lo pasaba en grande con él.

Aquella tarde, sin embargo, sólo me habló de San Josemaría. Y, al recordar los cientos de horas dedicadas el estudio de su vida —tres volúmenes y 2.200 páginas—, se emocionaba hasta las lágrimas, y repetía una y otra vez que el libro no era suyo, sino “del Padre”; que él había tratado sólo de “meterse dentro” de identificarse con un santo para entenderlo mejor, para saber escucharlo.

—“Este libro me ha cambiado —concluyó—. Yo antes era peor persona; ahora casi me he vuelto bueno”.

He entrecomillado la frase anterior, porque fueron ésas sus palabras. También recuerdo que el tiempo se nos pasó volando y que llegamos tarde a la cena.

Sólo me queda recomendaros el libro:


El fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!, Madrid, 1997; II. Dios y Audacia, Madrid, 2002, y III. Los caminos divinos de la tierra, Madrid, 2002.


domingo, 26 de agosto de 2007

El feminismo nos acecha



Voy a tomar café a casa de Manolo y Elena. Aún no conozco a sus hijos: Manolito, un delincuente de 9 años, Marta, que va a cumplir 8 y Eloísa que sólo tiene seis meses y duerme como un lirón.

Marta me examina detenidamente. De vez en cuando le devuelvo la mirada, y entonces baja los ojos y se esconde detrás del pantalón de su madre.

—¿Por qué no me dejas ver esos ojos azules tan bonitos que tienes?

—No son azules…

—Yo creo que sí.

—¡No! Son verdes: ¿lo ves?

Al fin me ha mirado abriendo mucho los ojos.

—Es verdad, son negros.

—¡Nooooo!

Poco a poco Marta va cogiendo confianza hasta convertirse en el centro de la tertulia.

—¿Verdad que tú sabes los pecados de todos, pero no los dices aunque te corten la cabeza?

—No los digo, no.

Entonces interviene Manolito:

—¿Y si te echan aceite hirviendo por el cuello…?

—¡Qué cosas tienes! —interviene su Madre—. Anda, id a ver la tele…

—¿Y no le puedes contar a papá los pecados de mamá?

Nos reímos todos menos Marta, que se pone muy seria y concluye:

—Mamá no tiene pecados.

—Y yo ¿tengo pecados?, pregunta su padre.

—Tú sí, pero pequeños.


sábado, 25 de agosto de 2007

Confesiones en el día de San Bartolomé



Ayer fue San Bartolomé, patrono de mi pueblo, o sea, de Negurigane.

Un día de San Bartolomé fumé mi primer pitillo. La culpa fue de un amigo o quizá de mi primo, que tenía una cajetilla de tabaco rubio en la que había pintado un elefante que sujetaba el cigarro con la trompa. Me explicaron que había que tragarse el humo. Lo hice y por poco me muero.

Un día de San Bartolomé pusieron la imagen que hay en la ermita. El santo llevaba en la mano un cuchillo, y mi hermano y yo decidimos quitárselo, más que nada para ver cómo era. Nunca habría imaginado que el cuchillo y la mano estuvieran tan sólidamente unidos. Le rompimos un dedo. Aunque mis recuerdos son confusos, me temo que el crimen quedó impune.

Un día de San Bartolomé conocí a Gorín, enterrador del pueblo y tan feo que ganó el primer premio en el concurso de feos de España. Salió en la tele y todo. Gorín estuvo casado y tuvo un hijo, “un niño azul”, decía con orgullo, que pesó cinco kilos y murió en el parto. Pero esta es otra historia que está esperando a un Delibes que la cuente.

Un día de San Bartolomé me comí entero un helado de cinco pesetas, tan grande que todavía me dura la indigestión. Luego me monté en la noria y agarré un mareo considerable.

Un día de San Bartolomé, don Salvador Gana, que había venido a celebrar la Misa solemne en la ermita, me dijo que yo acabaría siendo cura. Don Salvador era un sacerdote corpulento y paternal, un predicador de la vieja escuela que a mí me impresionaba. No sé lo que pensé aquel día. Pasados los años le escribí una carta para comunicarle mi ordenación sacerdotal y para invitarle a mi primera Misa. Su respuesta, larga y emocionada, era tan solemne como el más florido de sus sermones.

A San Bartolomé le tengo una particular devoción porque Jesús lo pescó cuando estaba debajo de una higuera. Yo también estaba en la higuera cuando el Señor me llamó.

viernes, 24 de agosto de 2007

El tiburón


El tiburón hembra que apareció en la costa tarraconense hace unos días falleció ayer a pesar de los delicados cuidados de los veterinarios de la Generalitat.

Por lo visto se trataba de un ejemplar muy anciano, desorientado y sin fuerzas para seguir nadando. Como es sabido, los tiburones necesitan estar siempre en movimiento para respirar.

Tan lamentable noticia ha inspirado al famoso fabulista H. Kloster el siguiente poema:

Un escualo grande y feo,
una hembra tiburona,
vino a pegarse un garbeo
por aguas de Tarragona.

Alarmados los bañistas,
en playas y chiringuitos
como raudos velocistas
huyeron pegando gritos.

¡No os marchéis dijo el escualo,
soy anciana y estoy mala,
soy sólo una triste escuala
que no os hará nada malo!

He estado en el endocrino
y el doctor me ha puesto a dieta:
ya solo como galletas,
queso de Burgos y vino.

No devoraré más niños,
no comeré carne humana;
ahora soy vegetariana
pues me he quedado sin piños.

mi destino y mandamiento
es nadar, siempre nadar.
Yo no puedo descansar
pues perdería el aliento.

Soy tiburona y no miento:
para poder respirar
todo escualo debe estar
en perpetuo movimiento.

Y la tiburona anciana
tomo aire, se sentó
y en tres minutos palmó
en la costa catalana.

Moraleja

Esto pasa en ocasiones
a esos seres agitados
que andan tan desazonados
en agobios y gestiones
que parecen tiburones.


Escuchad hoy mi consejo
nacido de la experiencia:
no frunzas el entrecejo,
y mírate en el espejo.
Haz examen de conciencia.

Respira lento y sereno
que tú no eres tiburón
ni pulpo ni camarón.
Echa el freno, Magdaleno,
como dijo Calderón

Teresa... ¿de Calcuta?

Me dicen que este vídeo es muy conocido, pero yo lo acabo de descubrir, y se merece un lugar de honor en este blog.
¡Qué nivel!

jueves, 23 de agosto de 2007

Sobre la blasfemia y otros vómitos

Escribí esto hace quince años, y desde entonces el panorama ha cambiado, aunque no a mejor. Hoy, por ejemplo, no me habría asombrado tanto ante la blasfemia radiofónica que dio lugar a este artículo. Por entonces a nadie "se le escapaba" una blasfemia sin querer; hoy salen solas, en torrente: se han convertido en tópicos sucios del lenguaje más banal.

Anteayer oí blasfemar a un niño de diez o doce años. Por eso reproduzco este artículo


Aseguran que es un excelente parlamentario, seguramente porque discursea con aires doctorales, improvisa insultos sin descomponer la figura, convierte las agudas en sonoras esdrújulas, es hábil para descalificar a quien le contradice, miente hasta en las oraciones subordinadas, y posee esa pizca de cursilería barroca que con tanto éxito lucen algunos cronistas deportivos.

En esta ocasión intervenía en la radio en abierto pugilato dialéctico con otro hablador de su especie. El conductor del programa, lejos de moderar el debate, lo agitaba aún más, consciente de que en estos espectáculos radiofónicos, lo importante es que haya gresca.

Yo, que viajaba pacíficamente por carretera, decidí cambiar de música, y, a punto estaba de apretar el botón, cuando nuestro preclaro polemista escupió la primera blasfemia. Su contrincante y el director de escena la encajaron como adultos, es decir sin mover un músculo. También yo me quedé fósil, pero del asombro; dije una jaculatoria a la Virgen, tragué saliva, y me resigné a continuar escuchando tan sublime discusión, no porque el tema debatido me interesara, sino con la curiosidad del entomólogo que se dispone a estudiar una nueva e insólita especie de arañas venenosas.

Lo de "insólita" es, por supuesto, pura exageración. La blasfemia, de un tiempo a esta parte, es moda en los salones más ilustrados y en los tugurios más apestosos. De hecho, a partir de aquel instante, en apenas quince minutos de discusión, pude contar dos blasfemias más, tres irreverencias explícitas y una broma clerófoba. Y todo, para hablar de algo así como la financiación de los partidos políticos.

Aguanté como un héroe el hedor del programa, pensando ya en escribir este artículo y en sacar algunas conclusiones con mis alumnas. Éstas son:

El que blasfema reconoce que tiene fe. Sólo se insulta a seres reales. Nadie, que yo sepa, se desahoga ofendiendo a Mafalda, al Capitán Trueno o a don Juan Tenorio. Quizá por eso, la moda sea tan hispana. En países más tolerantes no se tolera la blasfemia, por tratarse de una agresión a las convicciones religiosas de los demás. Aquí no; aquí somos todos la mar de creyentes, y, por tanto, quien blasfema lo hace sabiendo que maldice a su Dios, o al menos, a sus convicciones más profundas, las que recibió de niño y ahora trata de apartar de su mente. De ahí que el blasfemo celtibérico ni se plantee que con sus palabras ofende también a los que le escuchan. Y es que aquí uno blasfema para sentirse libre, para demostrarse a sí mismo y proclamar a los cuatro vientos que ya es adulto y no se deja asustar por viejos fantasmas.

Hay chavales que a los trece o catorce años necesitan afirmar su personalidad escupiendo por el colmillo, diciendo tacos coram populo, fumando sus primeros cigarros y hablando de sus padres con despego e incluso con desprecio: es la edad del pavo, una etapa encantadora, trágica, cómica, apasionada, escéptica, romántica, eufórica, melancólica..., todo junto y mucho más. Y ser adolescente es una aventura envidiable, que, por desgracia, dura poco..., salvo excepciones.

El blasfemo de las ondas, por ejemplo, se conducía como un adolescente tardío, barbado y anacrónico, que se rebelaba contra su Padre vomitando horteradas, con la misma lógica —aunque con menos gracia— de la quinceañera que se rasga el pantalón vaquero a la altura de la popa para escandalizar a mamá.

¿No os parece que va siendo hora de acabar con esta fauna? Entendedme: sólo pido que los más jóvenes —sobre todo vosotros— os riáis de ellos a la cara y les pongáis en ridículo.

Cristina levanta la mano. Estábamos en clase de Moral.

—¿Y eso, cómo se hace?

—¿Tú que dirías a un amigo tuyo si le oyeras blasfemar?

—Yo le diría que deje a mi Padre en paz, y se acuerde sólo del suyo, si lo conoce.

Así sea..


Un poco duro quedó el final. Ahora lo terminaría de otra forma: por ejemplo animando a los lectores a desagraviar con una jaculatoria por cada blasfemia oída, y también, a alabar a Dios en público. Sí, por qué no. Hay que recuperar expresiones antiguas o crear otras nuevas que manifiesten nuestra fe y nuestro amor a Dios.

¿Que da un poco de vergüenza? ¿Que no está de moda? De acuerdo, pero resulta paradójico que la blasfemia vaya adquiriendo carta de ciudadanía, que incluso se presente como signo de modernidad, y nos dé reparo honrar a Dios con las mismas armas.

¿Recordáis aquello que dijo Jesús?: "a todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos."

miércoles, 22 de agosto de 2007

22 de agosto, Santa María Reina



Una semana después de la Asunción, la Iglesia vuelve a mirar al Cielo, donde ya está María con Cuerpo y Alma, y nos recuerda que es Reina y Señora, que ha sido coronada por Dios con corona de estrellas por ser Madre del Rey, Esposa del Rey e Hija predilecta del Rey.

Al escribir estas palabras, el dedo se me va a la tecla de las mayúsculas: Reina, Cielo, Señora, María, Madre, Esposa, Hija…

El Catecismo de la Iglesia lo dice con estas palabras: "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte"

Hoy yo querría piropear a mi Reina, pero el piropo, por definición, debe ser una hipérbole, una exageración, y no sé cómo podría exagerar hablando de la Virgen. Ni siquiera la palabra “Reina” es adecuada. Los andaluces, que son maestros en este arte, bien que han intentado excederse con sus piropos, pero ni ellos lo consiguen.

Recurramos por tanto a un poeta, a uno de los grandes. He aquí la primera de las tres Cantigas de Miguel D’Ors.

"Reina de los cielos, madre del pan de trigo".
Berceo, Milagros de Ntra Señora, 659 a.

I

Qué música tus manos, fina corza
del mayo más intacto, qué gesto de azucena,
qué iluminada crece la hierba donde pisas.

Eres la tesorera del silencio,
el sauce que se inclina a toda pena;
eres la que se queda fuera de las palabras;
sólo un nombre ojival puede nombrarte:
madre del pan de trigo, sí. La sombra
de una sonrisa tuya iguala a mil cerezos,
y es que hasta tu sandalia nazarena,
alondra cristalina, arpa de lágrimas.

Vienen del siglo XIII los mejores
ruiseñores y minian tu aleluya.

También aquí mi boca con sus costras,
mi voz, acostumbrada a hurgar entre basuras
con hambres vergonzosas,
intenta un vuelo azul y esta ramera rancia
también te dice Salve.

martes, 21 de agosto de 2007

Ser cura XVI



—Perdone, padre, hay una frase que me da vueltas en la cabeza, y no la recuerdo muy bien…

De nuevo me “asaltaron” por la calle. Esto es normal, y es una de las grandes ventajas de ser cura: Cuando sales de casa es imposible sentir esa tópica soledad de las grandes ciudades. La gente te habla, te pregunta, te interpela. A veces incluso te insulta, pero sólo de tarde en tarde. En aquella ocasión era un anciano que llevaba una bolsa de plástico verde en la mano izquierda y un bastón en la derecha.

—A ver, dígame…

—La leí no sé donde, en la Biblia creo. Es algo así como “no quiero sacrificio sino…”

—¿Misericordia?

—¡Eso es! ¿Es de la Biblia, verdad?

—Sí. La dice Jesús citando a un profeta.

—¿Y qué significa?

—Bueno, Jesús se la recuerda a aquellos fariseos que le reprochaban su trato con los publicanos. Acababa de elegir a Mateo, que era un publicano, y éste organizó un banquete con sus amigos, en el que participó Jesús, para celebrarlo. Los fariseos se pusieron furiosos, y Jesús les recordó que más importante que todas sus prácticas rituales es la misericordia con los pecadores. También dijo entonces aquello de que “no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

El anciano había dejado la bolsa en el suelo y sacó del bolsillo una especie de cuaderno de notas y un bolígrafo.

—A ver, padre, puede repetirme eso otra vez…

—Si quiere nos sentamos un momento.

—Pero usted tendrá prisa…

* * *

La conversación duró pocos minutos, pero me sirvió a mí más que a él. Yo iba camino de la iglesia a meterme en un confesonario. Madrid estaba vacío, hacía calor, y el confesonario no es precisamente un lugar fresco y confortable. En estos casos me siento como uno de esos centinelas que parecen de adorno y que están siempre firmes, inmóviles, con uniforme de gala junto a una garita perfectamente inútil.

Pero la frase de Jesús empezó a rondar también mi cabeza: “misericordia quiero y no sacrificio…” Lo importante, me dije, es tener el corazón dispuesto para acoger a quien venga, y escuchar, comprender, perdonar…

Tuve suerte. Al cabo de hora y media vino una penitente.

lunes, 20 de agosto de 2007

Para Zulma, Toni & Picu

Y para todos los que hoy o mañana celebren su cumpleaños. También para Bernardo, aunque no celebre su cumpleaños, sino su santo. Aquí tenéis a una auténtica figura de la canción.


domingo, 19 de agosto de 2007

Las aves se van

La segunda mitad de agosto es un prólogo del otoño. Los días se acortan, y las aves migratorias miran al reloj del sol. Por eso vuelan hacia el Sur.

En la Sierra de Madrid se siente el nerviosismo de la despedida. Los alcaudones, los papamoscas, las abubillas, los abejarucos, devoran los últimos insectos y se protegen de las primeras tormentas que anuncian el momento de la partida.

¿Por qué os vais tan pronto? ¿Quién os marca la hora, el camino y la meta? En la naturaleza todo tiene un "porqué” y sobre todo un fin, un “para qué".

Los que niegan la acción creadora de Dios se contentan con subrayar el origen, la causa material de las cosas. Nos cuentan, por ejemplo, que las aves proceden de los dinosaurios, que los dinosaurios salieron del mar, y que en el mar se creó la vida.

Todo eso es cierto, pero, al decirlo, ¿han explicado algo? ¿De verdad no necesitamos nada más para estar satisfechos? ¿Basta con decir que este tren viene de Cuenca, para saber por qué viene, a dónde va y quién lo conduce?

¿Quién hizo que, durante millones de años, los huesos de los dinosaurios se prepararan para el vuelo haciéndose más ligeros y frágiles? ¿Por qué les crecían aquellos apéndices, tan inútiles durante cientos de siglos y que sólo al cabo de mucho, mucho tiempo empezaron a ser alas y sirvieron para sostenerse en el aire? ¿Quién fue el primer dinosaurio que una mañana ensayó el primer vuelo? ¿Basta con decir eso…, que un día “el dinosaurio voló”?

¿De verdad pensáis que no es preciso recurrir a una inteligencia distinta, a un Director que conduzca y explique la majestad y la belleza sobrecogedora de esta gran sinfonía de la Creación?

Ahora se van las aves. Como todos los años habrá en la Sierra unos días de silencio a la espera de otras aves que llegarán del Norte para pasar el invierno con nosotros. Las cigüeñas no se irán; formarán grandes colonias en las charcas templadas de la Meseta Sur. Y vendrán a nuestros embalses, de vacaciones, cientos de cormoranes que huyen del invierno atlántico.

Hoy es domingo y leeré este Prefacio en la Santa Misa:

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno. Porque creaste el universo entero, estableciste el continuo retorno de las estaciones, y al hombre, formado a tu imagen y semejanza, sometiste las maravillas del mundo, para que, en nombre tuyo, dominara la creación, y, al contemplar tus grandezas, en todo momento te alabara, por Cristo, Señor nuestro. A quien cantan los ángeles y los arcángeles…,

y las aves del Cielo, que volverán la próxima primavera, en punto.


sábado, 18 de agosto de 2007

Un cura de pueblo (y III)


El día de la Patrona Juan imprimió unos carteles enormes y los distribuyó por todo el pueblo. Yo llegué la tarde anterior y pude comprobar que se me definía como “un predicador de campanillas especializado en la pastoral juvenil”.

Me recibió con un abrazo aún más fuerte que el de nuestro primer encuentro. Su casa era amplia y fresca, llena de muebles heredados de párrocos anteriores y de su propia familia. Tenía una pequeña biblioteca y una videoteca de películas clásicas, casi todas en blanco y negro.

Mi habitación era colosal. Una cama metálica un tanto ruidosa, un cuadro del Sagrado Corazón y una preciosa jofaina de cerámica que me serviría para afeitarme por la mañana. Desde mi ventana se divisaba la pequeña huerta y, al fondo, el valle. La luz era escasa, pero como se iba de vez en cuando tampoco importaba demasiado.

La cena fue muy superior a mis expectativas y a mis fuerzas. Juan había pedido ayuda a Isabel, la recién casada, que nos cocinó un cordero delicioso y trajo un vino “criado en el pueblo”, áspero y fuerte como un puerco espín. Isabel resultó ser una chica pequeñita y vivaracha de ojos muy negros con una singular tendencia a ponerse colorada.

Al día siguiente nos levantamos temprano y abrimos la iglesia. En la Capilla del Santísimo, frente a un Calvario enorme y tosco, hice mi oración de la mañana y procuré prepararme para la homilía.

A las 12,30, Santa Misa. La Iglesia estaba abarrotada y no por las presuntas campanillas del predicador. Las mujeres se habían vestido de fiesta, y los hombres no desentonaban en exceso. El coro, manifiestamente mejorable, introdujo la ceremonia con un “Canto de entrada” lleno de ímpetu.

Hablé de la Virgen, por supuesto, de la Patrona del pueblo, pero fui derivando mi discurso para terminar en la Eucaristía. Expliqué que Jesús ha querido ser un vecino más, que vive en la casa más grande y más lujosa de todas, edificada hace muchos siglos por unos hombres de fe.

—A nosotros nos toca cuidarlo, defenderlo, hablar bien de Él y hablar con Él.

Luego expliqué que Jesús también está presente en el sacerdote. Y concluí diciendo más o menos:

—El sacerdote no sólo representa a Jesús, sino que le presta su voz para que Dios nos hable; le entrega sus manos para que Dios nos abrace y nos cure; y le da su corazón para que Dios nos ame con latidos humanos. Por eso —añadí— os quiere tanto vuestro párroco. Vosotros también lo queréis y le respetáis, porque, para vosotros, es el mismo Cristo.

Después del almuerzo al aire libre, salí camino de Madrid.

Juan y yo nos vimos un par de veces y nos escribimos mucho más. Se jubiló en 2001 pero decidió seguir en el pueblo. Su sustituto tenía que atender varias parroquias y vivía a quince kilómetros. Así que mi amigo siguió trabajando.

Hace tres años me telefoneó su hermana, la que vive en Madrid. Me comunicó que Juan había sufrido un derrame cerebral y había fallecido a las pocas horas.

No pude ir al Funeral a pesar de que lo intenté, pero me dijeron que participó todo el pueblo. Y hubo muchas lágrimas aquel día.

Ahora, al terminar este recuerdo, me encomiendo a él y le pido que, cuando yo esté triste, no se olvide de abrazarme desde el Cielo.

viernes, 17 de agosto de 2007

Un cura de pueblo (II)



Juan me contó que había previsto marcharse unos días para sustituir a un compañero en un pueblo de la costa cantábrica. Éstas iban a ser sus vacaciones como todos los años; pero renunció porque se casaba Isabel, una feligresa muy especial.

—Yo le había pedido al cura de otro pueblo que asistiera a la boda, pero Isabel y su familia se empeñaron en que no me fuese. Me dijeron que me consideraban como de la familia, y decidí dejar las vacaciones para mejor ocasión. Imagínate, a mí también me hacía ilusión quedarme…

Juan volvió a emocionarse recordando su relación con los padres y con los abuelos de aquella chica. Por eso le había gustado que ella insistiera tanto en que celebrara su matrimonio.

—Lo preparé como si fuera la boda de mi hermana, y todo fue muy bien hasta la cena. Yo no suelo ir a esos festejos, pero esta vez los novios me lo habían pedido expresamente.

Juan hizo una pausa, y balbuceó:

—Fue vergonzoso y humillante.

Creo recordar que se quedó en silencio un rato y que sólo cuando hubo recuperado la serenidad empezó a detallar cada una de las atrocidades de aquel banquete. Era claro: habían invitado al cura para reírse de él, para que fuera testigo, y protagonista en la medida de lo posible, de las procacidades y groserías que unos mozos en estado salvaje son capaces de organizar para convertir una boda en una especie de orgía sucia y ofensiva.

A juzgar por el relato de Juan, deduje que le pusieron en el vino una anfetamina o una droga semejante. El cura empezó a sentirse mal y, gracias a Dios, pudo encontrar la puerta de salida para regresar a su casa. Nadie le acompañó. Su último recuerdo fue el de las risas de todos: también de su querida Isabel y de sus padres.

Aquella noche no durmió ni un minuto. Dos días después cogió el coche y se vino a Madrid sin despedirse de nadie.

No sé lo que pude decirle cuando terminó su relato. Supongo que casi nada. Pero nos despedimos bastante tarde, y Juan me dio una gran lección te temple, de fortaleza y de humildad.

—Enrique, me has ayudado mucho, mucho. Más de lo que te imaginas. Mañana vuelvo al pueblo. No me voy a echar para atrás después de tantos años. Si quieren reírse, para eso estamos los curas, para dejarnos humillar un poco. Ya aprenderán… Sólo te pido un favor más.

Le contesté que, por supuesto, que lo que quisiera…

—¿Vendrías a mi pueblo a predicar el día de la Patrona…?


(mañana terminaré la historia)

Un cura de pueblo (I)




¡Qué difícil es escribir sólo diez líneas! Hoy tampoco voy a lograrlo. Una vez más tendré que dividir la historia en dos o tres partes como otras veces.

Hablaré de un sacerdote anciano que conocí hace diez o doce años y que se nos fue al Cielo hace tres. Tampoco esta vez diré su nombre verdadero ni su origen, aunque podría hacerlo: lo llamaremos Juan.

Serían las nueve de la noche o quizá más tarde. Era un mes de julio y yo iba deprisa por la acera de una calle muy concurrida de Madrid en busca de mi coche para regresar a casa. De pronto un hombre mayor que venía muy despacio en dirección contraria levantó la vista, me miró y me detuvo con un gesto.

—Hermano, abrázame por favor.

Sonreí un tanto confuso. A los curas a veces nos piden cosas insólitas; pero era evidente que aquel hombre hablaba en serio. Parecía muy emocionado.

Lo abracé, quizá sin mucha convicción.

—Más fuerte, por favor…

El hombre había empezado a llorar con tal desconsuelo que no supe qué decir ni hacer. Al fin se separó de mí, y me dijo:

—Muchas gracias. Necesitaba el abrazo de un hermano sacerdote.

Sentados en una cafetería cercana se fue desahogando poco a poco.

Me contó que era párroco en un pueblo…, digamos de Extremadura. Llevaba allí más de cuarenta años; conocía a cada uno de los feligreses. Había bautizado a medio pueblo y les había dado la Primera Comunión, la Catequesis…, recordaba la fecha de boda de casi todos. Había enterrado a centenares, y los quería más que a su propia familia.

—Pero ahora se avergüenzan de ir a la iglesia. Mira, Enrique, no sé lo que está pasando. Blasfeman a gritos para que yo les oiga. Se emborrachan cada vez más. Yo creo que es la televisión, y las series estas que ve todo el mundo… Antes, en los pueblos estaba lo más sano de la Iglesia. Ahora ocurre lo contrario. Están destruyendo la fe de los más sencillos, de la gente del campo.

Yo trataba de consolarlo como podía, haciéndole ver la labor inmensa que había hecho todos aquellos años; pero Juan no me escuchaba.

—¿Sabes por qué estoy en Madrid? Ayer por la mañana cogí el coche y salí huyendo. Me dije que sólo volvería para recoger mis cosas personales, pero que ya no quería saber nada del pueblo. Es que me han humillado, me han hecho una cosa muy gorda… Aquí vive una hermana mía casada y “me he invitado” a dormir en su casa. Esta mañana he salido a caminar; no quería crearles ningún trastorno. He celebrado la Eucaristía en la Iglesia de los Carmelitas y estado paseando…

—¿Y dónde has comido?

—No he comido… Hoy he caminado docenas de kilómetros, pensando…

—Y rezando…

—No mucho, la verdad. Pero cuando te he visto, he pensado que necesitaba un abrazo. ¿Lo entiendes, verdad?

jueves, 16 de agosto de 2007

La arruga ofende

Hace unos cuantos años Adolfo Domínguez proclamó que la arruga es bella, y las damas maduras se pusieron la mar de contentas. Luego aparecieron en los escaparates del modisto unos trajes estudiadamente estrujados, como recién salidos de una reyerta tabernaria —pero de taberna distinguida—, y todos aplaudimos a la arruga.

Domínguez estuvo a punto de terminar con conceptos tan arraigados en Occidente como la raya del pantalón, ya en crisis desde la irrupción de los tejanos, e incluso con la industria del planchado; pero la moda duró poco.

Ahora la tendencia es otra: la arruga no es bella: la arruga es cutre, la arruga angustia, la arruga deprime, la arruga abate, la arruga ofende. Claro que ya no hablamos de la ropa, sino del pellejo.

Me dice Laura que, para la entrevista de trabajo que tuvo el pasado mes de junio, decidió recurrir al botox.

—La imagen es fundamental: perdí cinco años en una sola sesión.

—Perder cinco años es grave: ¿los has encontrado ya?

—¡Nooo! Ahora tengo que seguir enganchada al botox para mantenerme joven.

Y por si alguno de mis presuntos lectores aún no sabe lo que es el botox, reproduzco parte de un spam que acaba de llegarme por correo electrónico:

¿Sueñas con tener un aspecto más joven y ver como se borran tus arrugas sin pasar por el bisturí? Seguramente has oído hablar de las inyecciones en dermoestética, pero todavía tienes dudas. Entre el botox, el ácido hialurónico y los cócteles de vitaminas, ¿qué técnica te convendría elegir, y sobre todo para qué tipo de indicación?

Gracias a los consejos de la doctora Nadine Pomarède, dermatóloga-alergóloga, con una formación en cosmetología y dermatología estética, te indicamos las diferentes técnicas del rejuvenecimiento facial.

El anuncio explica que una piel sin arrugas es sinónimo de dinamismo y bienestar; que la medicina estética forma parte de un nuevo estilo de vida; que conviene luchar contra el envejecimiento cutáneo con nuevas técnicas para retardar el acto radical.

Lo del acto radical no lo he entendido muy bien, y me inquieta un poco, más que nada por saber si lo he superado. Ignoro si se refiere a la jubilación, a la decrepitud galopante o a la tumba.

En todo caso no está de más hacer unas breves y esquemáticas consideraciones:

1. Perece razonable tratar de conservar un aspecto joven y dinámico el mayor tiempo posible. Es un detalle de caridad con el cónyuge, con el colega o con el prójimo en general. Y no diré nada contra el maquillaje. Si lo hiciera, mi amiga Rocío me negaría el saludo.

2. ¿Y la cirugía estética? Cuando se trata sólo de embellecer, no de reparar un daño, se comprende que esa cirugía es un lujo, aunque en determinadas circunstancias se justifica e incluso se agradece. Pero tener un cirujano estético de cabecera como se tiene un peluquero o un pedicuro, es una solemne horterada, cuando no una inmoralidad.

3. Por lo demás tratar el propio cuerpo como si fuera un vestido tampoco es razonable. La piel no es un disfraz. La belleza es expresión de la persona en cada una de las etapas y circunstancias de su vida; es revelación de la verdad del hombre y de la mujer. Hay ancianas bellísimas, llenas de arrugas y top models que repelen porque tienen algo de inhumano, aunque atraigan como simple objeto de consumo sexual.

4. Hay que buscar la belleza, sí, pero sin histerismos, porque la vida no es un carnaval. Uno ha conocido a hombres y a mujeres angustiados por conservar algo que, en el fondo, no tenía la menor importancia.

5. ¿La belleza, entonces, es sólo interior? No, mi querido Kloster. Pero es completamente cierta aquella afirmación tan conocida: “las mujeres a los dieciocho años tienen la cara que tienen; a los treinta tienen la cara que quieren, y a los cincuenta, tienen la cara que se merecen”.

—¿Y los hombres?

—Ellas sabrán; pero me temo que también.

miércoles, 15 de agosto de 2007

La Asunción




¿Por qué cuando llega este día de la Asunción de Nuestra Señora siempre me viene el recuerdo de aquel poema de Eliot?

“En mi comienzo está mi fin…”

El poeta describe la sucesión de las cosas y de los acontecimientos: todo es semilla, nada nace sin sentido. Lo que muere siempre reverdece:

“vieja piedra para edificio nuevo, vieja madera para hogueras nuevas”.

Hoy pienso en los pintores —Ribera, Zurbarán, Murillo, Velázquez— que trataron de reflejar en sus lienzos el privilegio de la Inmaculada Concepción. ¿Pero cómo puede reproducirse ese primer don que María Santísima recibió en el mismo instante de ser engendrada?

“En mi comienzo está mi fin”

Sólo hay una forma de pintar “Inmaculadas”; contemplar el final de la historia y pintar “Asunciones”. Por eso la Virgen María que aparece en sus cuadros es la mujer del Apocalipsis que asciende al Cielo, con la luna a sus pies y una corona de doce estrellas.

La Inmaculada Concepción es el principio, es la semilla. La Asunción a los Cielos es el final. Aquella semilla germinó en nuestra tierra como un milagro, en medio del estiércol, y llegó a ser flor espléndida. Pero su belleza seguía oculta. Hoy esa flor sube al Paraíso trasfigurada, y su hermosura deslumbra a los bienaventurados. Hoy vemos a la Inmaculada, a la llena de Gracia.

Y es nuestra Madre.

martes, 14 de agosto de 2007

Un muerto muy saludable



Después de “El asesino de Caperucita Roja", "el síndrome del jorobado" y el “Vocabulario práctico para engañarse a uno mismo”, aún escribí un cuarto artículo, con cuento incluido, sobre la virtud de la sinceridad. Aquí lo tenéis, descongelado y retocado.


Kepa Lizarralde (Kepaliza, para los amigos) tenía dos temas de conversación: el Athletic de Bilbao y su salud: su buena salud, quiero decir; porque Kepa era, ante todo, un hombre sano que sentía la necesidad de contárselo al mundo entero.

—Chico, ¡qué bien me encuentro!: veinte años sin ir al médico.

En el pueblo todos sabían que decirle a Kepa ¿cómo estás? era exponerse a que te lo contara con todo lujo de detalles:

—Estupendamente, chico! He corrido cinco kilómetros como todas las mañanas, he tomado mi zumo de zanahoria con pan integral, mi filetito... Y aquí me tienes, que nadie diría que ya he cumplido los cincuenta. ¡Veinticinco años sin médicos ni medicinas! (El número de años variaba según el entusiasmo del momento...) En cambio, fíjate en el pobre Koldo... ¿Cuántos años le echas?... ¡Pues hicimos la mili juntos! Y es que, es lo que yo digo: mucho blanquito y pincho de tortilla, y luego todo el día que si el colesterol, la vesícula... A mí no me verás nunca en la cama... Si viene el virus, ¡en pie! Hay que aguantar.

Cuando cumplió los cincuenta y cinco, se le veía ya un poco más grueso, como congestionado, y algunas venillas azules y rojas le cabalgaban su poderosa nariz.

Poco tiempo después empezó a renquear, y en sus carreras matutinas se le notaba lento y un tanto escorado de estribor.

—Deberías ir al médico...

—Antes me hago de la Real... ¡Hay que aguantar en pie!

El miércoles de ceniza, lo vieron salir de casa, como todas las mañanas, enfundado en el chándal. A los cien metros sufrió un golpe de tos. Koldo salía del bar en aquel momento.

—¿Andas mal, o qué?

—¡Como un toro...!, respondió Kepa.

Y murió.

Don Eutimio, el galeno, al certificar el deceso, declaró emocionado:

—Nunca había visto un muerto con tan buena salud.

* * *

Se ha dicho, con razón, que el Estado del bienestar tiende a la hipocondría, que abundan y proliferan los catadores de grageas, comprimidos y demás productos de botica, que el riesgo de enfermar por exceso de medicamentos es perfectamente real; pero el caso de Kepa tampoco es infrecuente: uno conoce a muchos que hacen de su buena salud una cuestión de prestigio, y jamás reconocen que necesitan la ayuda de un médico.

En el fondo estos “supermen” de pueblo no son tan distintos de los hipocondríacos. Yo sospecho que muchos huyen del médico porque le tienen pavor (“no sea que me descubra algo”), les tiemblan las carnes ante una bata blanca, y se desmayan a la vista de una jeringuilla en posición de ataque.

En el orden espiritual ocurre algo semejante: no es difícil encontrar a un tipo de personas que se parecen, y mucho, al bueno de Kepa. Me refiero a aquellos que tal vez hagan solemnes declaraciones acerca de sus muchos y siempre genéricos defectos; pero, a la hora de concretarlos, más bien parece que se consideran inmunes a las tentaciones y caídas de la gente vulgar, cuando no impecables por naturaleza.

—Yo no me arrepiento de nada, aseguran con monótona frecuencia algunos personajillos cuando son entrevistados.

(¿Os imagináis lo triste que debe ser no haber experimentado nunca la alegría del arrepentimiento?)

—Pues yo seré lo que sea —confiesan otros un poco más humildes—, pero en eso no caeré jamás.

Y, cuando, a pesar de tan buenas disposiciones, acaban cayendo precisamente en eso, se sienten incapaces de confesar su error y de humillarse en el Sacramento de la Penitencia.

Reconozcámoslo: a todos nos avergüenza desnudar el cuerpo delante del médico, y el alma delante del sacerdote. Pero sería de locos esconder una enfermedad sólo porque empaña nuestra imagen.

Jesús dijo en una ocasión que no había venido a llamar a los justos (es decir, a los que se creen impecables), sino a los pecadores. Insistió en que no necesitan de médico los sanos (los que presumen de serlo aunque estén agonizando), sino los enfermos. Y sería una triste gracia que, de tanto maquillarnos el alma para aparecer saludables, el Señor ni siquiera nos mirara.

En resumen:

a) Todos tenemos los mismos siete pecados capitales y un largo cortejo de pecados provinciales. Es inútil tratar de disimularlo.

b) Las heridas del alma, cuando están bien restañadas, no avergüenzan; embellecen. Son como las cicatrices de los toreros: cada una denuncia un error propio; pero quien no tenga ninguna es que no ha salido al ruedo.

c) Hay que airear con frecuencia todos los armarios del alma. Y, si huelen mal, quizá no baste con un ambientador. Mejor sacar el muerto.

d) Jesucristo es el único médico que no desahucia jamás al enfermo; que, además de perdonar, cura y rejuvenece. Y es gratis: sólo hay que pagar el pequeño peaje de la sinceridad, para no morir de buena salud.