viernes, 17 de agosto de 2007

Un cura de pueblo (II)



Juan me contó que había previsto marcharse unos días para sustituir a un compañero en un pueblo de la costa cantábrica. Éstas iban a ser sus vacaciones como todos los años; pero renunció porque se casaba Isabel, una feligresa muy especial.

—Yo le había pedido al cura de otro pueblo que asistiera a la boda, pero Isabel y su familia se empeñaron en que no me fuese. Me dijeron que me consideraban como de la familia, y decidí dejar las vacaciones para mejor ocasión. Imagínate, a mí también me hacía ilusión quedarme…

Juan volvió a emocionarse recordando su relación con los padres y con los abuelos de aquella chica. Por eso le había gustado que ella insistiera tanto en que celebrara su matrimonio.

—Lo preparé como si fuera la boda de mi hermana, y todo fue muy bien hasta la cena. Yo no suelo ir a esos festejos, pero esta vez los novios me lo habían pedido expresamente.

Juan hizo una pausa, y balbuceó:

—Fue vergonzoso y humillante.

Creo recordar que se quedó en silencio un rato y que sólo cuando hubo recuperado la serenidad empezó a detallar cada una de las atrocidades de aquel banquete. Era claro: habían invitado al cura para reírse de él, para que fuera testigo, y protagonista en la medida de lo posible, de las procacidades y groserías que unos mozos en estado salvaje son capaces de organizar para convertir una boda en una especie de orgía sucia y ofensiva.

A juzgar por el relato de Juan, deduje que le pusieron en el vino una anfetamina o una droga semejante. El cura empezó a sentirse mal y, gracias a Dios, pudo encontrar la puerta de salida para regresar a su casa. Nadie le acompañó. Su último recuerdo fue el de las risas de todos: también de su querida Isabel y de sus padres.

Aquella noche no durmió ni un minuto. Dos días después cogió el coche y se vino a Madrid sin despedirse de nadie.

No sé lo que pude decirle cuando terminó su relato. Supongo que casi nada. Pero nos despedimos bastante tarde, y Juan me dio una gran lección te temple, de fortaleza y de humildad.

—Enrique, me has ayudado mucho, mucho. Más de lo que te imaginas. Mañana vuelvo al pueblo. No me voy a echar para atrás después de tantos años. Si quieren reírse, para eso estamos los curas, para dejarnos humillar un poco. Ya aprenderán… Sólo te pido un favor más.

Le contesté que, por supuesto, que lo que quisiera…

—¿Vendrías a mi pueblo a predicar el día de la Patrona…?


(mañana terminaré la historia)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué intriga! mañana el desnlace. Y, como usted dice, ¡Qué grande es ser cura!
Saludos

Anónimo dijo...

¿¿¡¡Y FUE!!??