martes, 14 de agosto de 2007

Un muerto muy saludable



Después de “El asesino de Caperucita Roja", "el síndrome del jorobado" y el “Vocabulario práctico para engañarse a uno mismo”, aún escribí un cuarto artículo, con cuento incluido, sobre la virtud de la sinceridad. Aquí lo tenéis, descongelado y retocado.


Kepa Lizarralde (Kepaliza, para los amigos) tenía dos temas de conversación: el Athletic de Bilbao y su salud: su buena salud, quiero decir; porque Kepa era, ante todo, un hombre sano que sentía la necesidad de contárselo al mundo entero.

—Chico, ¡qué bien me encuentro!: veinte años sin ir al médico.

En el pueblo todos sabían que decirle a Kepa ¿cómo estás? era exponerse a que te lo contara con todo lujo de detalles:

—Estupendamente, chico! He corrido cinco kilómetros como todas las mañanas, he tomado mi zumo de zanahoria con pan integral, mi filetito... Y aquí me tienes, que nadie diría que ya he cumplido los cincuenta. ¡Veinticinco años sin médicos ni medicinas! (El número de años variaba según el entusiasmo del momento...) En cambio, fíjate en el pobre Koldo... ¿Cuántos años le echas?... ¡Pues hicimos la mili juntos! Y es que, es lo que yo digo: mucho blanquito y pincho de tortilla, y luego todo el día que si el colesterol, la vesícula... A mí no me verás nunca en la cama... Si viene el virus, ¡en pie! Hay que aguantar.

Cuando cumplió los cincuenta y cinco, se le veía ya un poco más grueso, como congestionado, y algunas venillas azules y rojas le cabalgaban su poderosa nariz.

Poco tiempo después empezó a renquear, y en sus carreras matutinas se le notaba lento y un tanto escorado de estribor.

—Deberías ir al médico...

—Antes me hago de la Real... ¡Hay que aguantar en pie!

El miércoles de ceniza, lo vieron salir de casa, como todas las mañanas, enfundado en el chándal. A los cien metros sufrió un golpe de tos. Koldo salía del bar en aquel momento.

—¿Andas mal, o qué?

—¡Como un toro...!, respondió Kepa.

Y murió.

Don Eutimio, el galeno, al certificar el deceso, declaró emocionado:

—Nunca había visto un muerto con tan buena salud.

* * *

Se ha dicho, con razón, que el Estado del bienestar tiende a la hipocondría, que abundan y proliferan los catadores de grageas, comprimidos y demás productos de botica, que el riesgo de enfermar por exceso de medicamentos es perfectamente real; pero el caso de Kepa tampoco es infrecuente: uno conoce a muchos que hacen de su buena salud una cuestión de prestigio, y jamás reconocen que necesitan la ayuda de un médico.

En el fondo estos “supermen” de pueblo no son tan distintos de los hipocondríacos. Yo sospecho que muchos huyen del médico porque le tienen pavor (“no sea que me descubra algo”), les tiemblan las carnes ante una bata blanca, y se desmayan a la vista de una jeringuilla en posición de ataque.

En el orden espiritual ocurre algo semejante: no es difícil encontrar a un tipo de personas que se parecen, y mucho, al bueno de Kepa. Me refiero a aquellos que tal vez hagan solemnes declaraciones acerca de sus muchos y siempre genéricos defectos; pero, a la hora de concretarlos, más bien parece que se consideran inmunes a las tentaciones y caídas de la gente vulgar, cuando no impecables por naturaleza.

—Yo no me arrepiento de nada, aseguran con monótona frecuencia algunos personajillos cuando son entrevistados.

(¿Os imagináis lo triste que debe ser no haber experimentado nunca la alegría del arrepentimiento?)

—Pues yo seré lo que sea —confiesan otros un poco más humildes—, pero en eso no caeré jamás.

Y, cuando, a pesar de tan buenas disposiciones, acaban cayendo precisamente en eso, se sienten incapaces de confesar su error y de humillarse en el Sacramento de la Penitencia.

Reconozcámoslo: a todos nos avergüenza desnudar el cuerpo delante del médico, y el alma delante del sacerdote. Pero sería de locos esconder una enfermedad sólo porque empaña nuestra imagen.

Jesús dijo en una ocasión que no había venido a llamar a los justos (es decir, a los que se creen impecables), sino a los pecadores. Insistió en que no necesitan de médico los sanos (los que presumen de serlo aunque estén agonizando), sino los enfermos. Y sería una triste gracia que, de tanto maquillarnos el alma para aparecer saludables, el Señor ni siquiera nos mirara.

En resumen:

a) Todos tenemos los mismos siete pecados capitales y un largo cortejo de pecados provinciales. Es inútil tratar de disimularlo.

b) Las heridas del alma, cuando están bien restañadas, no avergüenzan; embellecen. Son como las cicatrices de los toreros: cada una denuncia un error propio; pero quien no tenga ninguna es que no ha salido al ruedo.

c) Hay que airear con frecuencia todos los armarios del alma. Y, si huelen mal, quizá no baste con un ambientador. Mejor sacar el muerto.

d) Jesucristo es el único médico que no desahucia jamás al enfermo; que, además de perdonar, cura y rejuvenece. Y es gratis: sólo hay que pagar el pequeño peaje de la sinceridad, para no morir de buena salud.

2 comentarios:

María dijo...

Muy bueno lo de los pecados provinciales... Tomo nota del conejo! espero no ser nunca una Kepa de la vida!! ;)

Anónimo dijo...

Gracias Don Enrique: menudo repaso. ¡¡Plas!! En toda la frente. Ahora toca darle a "print" y repasarlo un poco más a fondo.