miércoles, 26 de marzo de 2008

Emaús. (I)



El viernes por la tarde, se levantó en Jerusalén un viento frío del desierto y las nubes de arena ocultaron el sol. El cielo se llenó de crespones negros y nos envolvió una noche prematura, sin la luna de Pascua. Jesús había muerto. La luz se había ido y comenzaba el sabath más triste de nuestra vida.

Volví a Jerusalén con los demás discípulos y nos reunimos en dos pequeñas habitaciones. Mi amigo, Cleofás, se sentó a mi derecha y conversamos hasta el amanecer.

Decidimos huir, y no por miedo a lo que pudiera ocurrirnos, sino por librarnos del peso insoportable de la memoria. Habríamos escapado inmediatamente de la Ciudad, si la Ley nos hubiese permitido viajar en sábado.

Los recuerdos del tiempo vivido con Jesús eran y son toda mi vida. Yo he comido los panes y los peces en la montaña del milagro y he visto cómo los leprosos se libraban de su lacra maldita. Yo he estado ante la tumba de Lázaro, y lo vi regresar del Sheol. ¡Qué vais a contarme! Precisamente por haber sido testigo de tantos prodigios, el desmoronamiento de la esperanza fue más terrible. Por un momento pensé que lo había soñado todo, que Satanás me había embaucado con unos recuerdos mentirosos para luego devolverme de golpe a la realidad.

María, la Madre de Jesús, estuvo con nosotros durante todo el sábado. No durmió ni un segundo ni tomó alimento alguno; pero aparecía serena, sin atrincherarse en su dolor: nos miraba a cada uno como tratando de adivinar nuestros pensamientos más secretos. En ocasiones incluso sonreía.

Le dije a Cleofás que no me sentía con fuerzas para resistir la mirada de María. Era el perfecto retrato de su Hijo, y quería decirme algo que yo no estaba dispuesto a escuchar.

No la mires, le advertí. Si lo haces, nunca regresaremos a Emaús.

Emaús. ¡Qué lejano y extraño me había parecido mi hogar hasta ese momento! Cuando lo dejé, muchos meses atrás, por seguir a Jesús, pensé que nunca volvería a verlo. Sin embargo, a medida que transcurría el sábado, fui recordando cada rincón de mi casa: el molino del patio, el pozo, el pequeño huerto que nadie habría cultivado...

Cleofás se me acercó, y, como si me hubiera leído el pensamiento, me susurró en voz baja:

Mañana, al amanecer, nos vamos.

Dormimos apenas una hora. Al despertar, el sol comenzaba a salir por el horizonte. Cleofás y yo nos dispusimos a emprender la marcha.

¿Y María?

Parece que ha ido hacia el sepulcro. Estaba feliz, resplandeciente. También han llegado las mujeres, que hablan de apariciones de ángeles; pero no sé...

No quise oír ni una palabra más.

La mañana era fría, pero ya había estallado la primavera en Jerusalén. Junto a la puerta de la casa había florecido una rosa roja, que la noche anterior no estaba allí. La acaricié con los dedos y miré a Cleofás.

Es sólo una flor me dijo. Vámonos. El camino es largo.





9 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué caña!!. Ya cien votos en la encuesta!!.

Hadasita dijo...

¿Esto lo ha escrito usted, o es de algún libro?

Enrique Monasterio dijo...

Es mío, Hadasita. El libro... ya llegará.

Luis y Mª Jesús dijo...

Yo estaba allí, justo detras de Vd. asomando la cabeza entre su hombro y el de Cleofás y no perdiendome detalle de como miraban Vds. a Maria

Antonia Macaya Fonts dijo...

¡¡¡el peso insoportable de la memoria...!!! Ahora se habla mucho de "memoria" pero los recuerdos del tiempo vivido con quien te hace sentir bien....eso no tiene precio. Ésta debía ser la experiencia de los apóstoles. ¡qué suerte la de ellos...! y ¡qué privilegio el nuestro de que nos lo hayan contado de primera mano...!

Anónimo dijo...

Por un momento ,yo también me he metido en la escena; Me imagino las dudas y el desconcierto de los discípulos aquel día y a Maria ,como siempre, arropando a todos.

Anónimo dijo...

Don Enrique, soy una nueva fan de su blog, vivo en Guatemala, esperaremos con ansias su libro.....

Anónimo dijo...

Con esta lectura he vivido más la Pasión que en toda la Semana Santa. gracias. Una cordobesa.

Anónimo dijo...

"Mira la Estrella, invoca a María"...lo decía san Bernardo