viernes, 28 de marzo de 2008

Emaús (III)



No le oímos llegar; por eso el sobresalto fue mayor.

Hasta ese momento habíamos caminado unas veces muy deprisa, como fugitivos o ladrones —que eso éramos— y otras, por el contrario, demasiado despacio, como si nos costara alejarnos de Jerusalén. Pero siempre fuimos solos. Por eso, al escuchar aquella voz nos detuvimos desconcertados.

Cleofás se giró por completo y miró al desconocido de arriba a abajo. Vestía una túnica blanca ceñida a la cintura y unas sandalias nuevas, tan limpias que parecían no haber tocado el polvo del camino. Era joven y fuerte. Su rostro me resultó familiar, pero expresaba una dignidad que no recordaba haber visto antes.

—¿Por dónde has venido?

El forastero sonrió:

—He estado siempre a vuestro lado.

―¿Siempre…? ¿De dónde vienes?

―De Jerusalén.

―Entonces, ya sabes de qué hablamos ¿O eres tú el único que ignoras lo que ha ocurrido allí estos días?

―¿A qué te refieres?

―A Jesús de Nazaret, al gran Profeta...

Mientras Cleofás hablaba, yo reemprendí la marcha y me refugié de nuevo en la tristeza. No necesitaba que me contaran otra vez historia y mucho menos oír cómo se la repetían a un curioso que sólo buscaba conversación.

Tenía razón Cleofás: ¿cómo podía haber alguien en el mundo que ignorase los sucesos que habíamos vivido? ¿Quién sería capaz de pensar en otra cosa que no fuera la muerte del Maestro? En ese momento incluso me sorprendí dando gracias a Dios por el viento gélido y las nubes negras que nos escoltaban en el camino. Era un consuelo ver que también la naturaleza sufría con nosotros.

Entre tanto, Cleofás se desahogaba con un desconocido hasta el punto de confesarle nuestra antigua esperanza de que Jesús fuera el restaurador del Reino de Israel y el alboroto de las mujeres, que nunca son de fiar, porque se dejan arrastrar por el corazón y la fantasía.

―Nuestros sueños ―concluyó― están enterrados en el sepulcro de Jesús, al otro lado de una gran piedra que nadie puede remover.

Y, de pronto, aquel caminante, a quien ni siquiera habíamos preguntado el nombre, empezó a hablarnos con la autoridad de un profeta y con voz cálida, enérgica y cercana…


8 comentarios:

Luis y Mª Jesús dijo...

protesto: esto es un cuenta gotas

Juanan dijo...

¡¿Y qué decía el caminante?!

patzarella dijo...

ey !! eso de que las mujeres nunca son de fiar etcétera..., le quita todo el encanto a este relato !!! No estoy de acuerdo !!

Enrique Monasterio dijo...

Nadie está de acuerdo, Patzarella, pero esa era la mentalidad de entonces. Por esa razón las mujeres no podían ser citadas como testigos en los juicios.
Precisamente el hecho de que sean mujeres los primeros testigos de la resurrección echa por tierra la tesis de que los primeros cristianos se inventaron esta historia. Si hubiese sido un invento, jamás habrían apelado al testimonio femenino de María Magdalena.

patzarella dijo...

bueno, así las cosas... Pero porqué hay que escribirlo así ??? Tal vez si explicara eso dentro del relato...

un saludo !!

Anónimo dijo...

A todos nos han contado historias y cuentos de pequeños. A mí también. Mi madre, sobre todo, me contaba historias reales increíbles: cosas de cuando ella era pequeña (una historia de miedo de un tal Candidico), etc. También me contaba "historias de Jesús". Debía ser yo super-pequeña pero me acuerdo perfectamente de cómo me contaba esta hitoria de Emaús: me encantaba!

c3po dijo...

¡Cuántas veces hacemos el cleofás, sin darnos cuenta de que tenemos, justo al lado, al mejor compañero de fatigas!

En fin, Buena Pascua a tod@s!

Rolena dijo...

Siempre estamos de camino, ojalá nos lo encontráramos siempre.
Es bueno saber poner el corazón y la fantasía en las cosas, no cree?