martes, 5 de agosto de 2008

La nieve de la Virgen


Cuenta la tradición (lo siento, me resisto a decir "leyenda") que en tiempos del Papa Liberio, un patricio romano llamado Juan decidió levantar un templo en honor de la Santísima Virgen, pero no tenía claro cual sería el mejor emplazamiento.

Dejó la cuestión en manos de nuestra Señora, y la noche del 4 al 5 de agosto del año 358 tuvo un sueño: soñó que nevaba sobre la colina del Esquilino.

Juan y su esposa fueron a contar al Papa la visión y éste, que había tenido el mismo sueño, se dirigió en procesión hacia el lugar elegido por la Madre de Dios. Allí, en efecto, pudieron ver un terreno perfectamente acotado cubierto por la nieve recién caída.

Un siglo más tarde, después de que el Concilio de Éfeso hubiese proclamado solemnemente la maternidad divina de María, Sixto III, sobre aquella primera iglesia liberiana, consagró la que hoy llamamos Basílica de Santa María la Mayor.

De acuerdo; seguro que hay algo de fantasía en muchas leyendas y tradiciones marianas; pero ¿no es cierto que algunas veces parece como si la Virgen quisiera dejar su firma para que comprendamos que todo es verdad? Es una firma femenina, maternal, un pequeño detalle lleno de belleza; un milagro gratuito, innecesario.

¿A quién se le ocurre dejar grabado el propio retrato en la tilma de un indio mexicano? A María, naturalmente. ¿Y quién remata una aparición dejando en el aire un perfume de rosas? ¿Y quién consigue que el agua se convierta en vino, y vino de la mejor calidad para alegrar una boda? ¿Y quién regala una flor de madera estofada a un santo que se encuentra a oscuras y necesita una señal?

¿Y quién sonríe desde el cielo para que nieve en agosto sobre una colina de Roma?



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