―¿Qué piensas releer este verano? ―me pregunta Kloster―.
―¿Releer?
―Sí, colega; ya has entrado en la edad del repaso. Olvídate de las novedades editoriales, que son casi siempre engañosas. No tienes tiempo para eso. Hay que releer para revivir, para regustar viejos placeres, para resoñar sueños perdidos, para redisfrutar, resufrir… Supongo que habrá que incluir estas palabras y alguna más en el diccionario de la lengua.
―Esas palabra tienen un sinónimo que no me gusta nada ―le respondo―. Busca el vocablo “añorar”, a ver si te sirve.
―No, no me sirve. La añoranza es una forma de melancolía; releer es otra cosa. Cuando te digo que estás en la edad no trato de ofenderte recordando tu evidente decrepitud mental. Digo que todos los años se editan en España más de 70.000 libros y unos doscientos millones de ejemplares. Ignoro cuantos árboles habrá que asesinar para imprimirlos, pero es evidente que no tenemos tiempo de separar el trigo de la paja. Que lo hagan otros: tú y yo volvamos a hurgar en nuestra vieja biblioteca.
Quizá tenga razón mi amigo Kloster. La relectura nunca defrauda. ¿Quién desprecia el aroma de un viejo coñac sólo porque ya lo probó hace cuarenta años? Así ocurre con los libros. No me gusta que a los de mi estantería se les ponga cara de fiambre. Hay que acariciarlos de vez en cuando y decirles unas palabras de agradecimiento. Además nadie me obliga a leerlos otra vez de punta a cabo. Yo no sería capaz de lanzarme de nuevo a buscar “el tiempo perdido” de Proust o a subir la interminable “montaña mágica” de Thomas Mann. Releer puede ser sólo picotear en busca de aquel poema… ¿cómo empezaba? o de aquel capítulo que parecía inolvidable pero que uno olvidó a pesar de todo.
Hoy, como todos los días, he dedicado cinco minutos a releer el Nuevo Testamento. No sé cuántas veces lo habré repasado entero, pero llevo más de medio siglo viviendo la misma norma diaria y, desde hace muchos años, cada pasaje del Evangelio, cada rincón de Nazaret, de Cafarnaúm o de Jerusalén me es tan conocido como los pasillos de mi casa. Nunca estuve allí, pero que nadie se atreva a desmontarme el Belén, el Calvario o el taller de José que he ido creando con la fantasía y con la ayuda de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan.
Os recomiendo que hagáis lo mismo: leer y releer la vida de Jesucristo es una aventura interminable, que va calando en el alma poco a poco. Una buena lectura para el verano, para el otoño, para el invierno…
Una experiencia menos solemne, compatible con la anterior, es la de volver a Agatha Christie y a Hércules Poirot. Cada vez que releo una de aquellas novelas, compruebo que las he olvidado por completo; pero ―¿por qué será?―, a la segunda, siempre encuentro al asesino veinte páginas antes que el detective.
―De acuerdo, colega; entonces ¿qué releerás este verano?
―De momento ha caído en mis manos “Per sempre”, una novela de Susana Tamaro, que acaba de publicarse en Italia y aún no está traducida al castellano. Es nueva, pero cuando leo a esta escritora siento que penetro en un mundo conocido, sugerente y de una singular belleza.
El libro será de estreno, pero me gusta releer a la autora.