Hoy he vuelto a “Cuarta Entrada”, el taller de chapa y
pintura que regenta mi amigo Luis muy cerca de la antigua sede del colegio
Aldeafuente. Lo heredó de su padre, Plácido, que fue fundador de la empresa y también
gran amigo mío hasta su muerte.
Plácido siempre anduvo mal de los pulmones.
—Yo
tengo la culpa —me
contó hace años—. Al
principio pintaba las carrocerías de los coches de cualquier manera, sin
protección alguna, y esta pintura es veneno. Ahora las cosas son diferentes.
Mis hijos pueden trabajar con seguridad.
Reconozco que a mí me hacía siempre un precio especial por
ser sacerdote. Yo correspondía mandándole algún cliente nuevo.
En vísperas de uno de mis viajes a Roma con motivo de la
convivencia de Semana Santa, pregunté a Plácido:
—¿Qué
quieres que te traiga?
—¿Estará
con el Papa?
—Por
supuesto.
—Entonces
tráigame un crucifijo bendecido por el San Padre. ¿Será posible?
Ya en la tienda de artículos religiosos me entraron las
dudas: ¿Compro un crucifijo pequeño, para llevar en el bolsillo o uno grande,
de pared? En la duda me traje los dos y Plácido se emocionó hasta las lágrimas
al recibir el regalo.
No sé lo que hizo con el crucifijo de bolsillo. Él andaba
siempre con el grande encima, incrustado a duras penas en un bolsillo de la
chaqueta.
—Deberías
clavarlo en la pared de la oficina —le
dije—.
—Cualquier
día lo hago, pero de momento…
Cuando falleció mi amigo, ofrecí una Misa por su eterno
descanso. Y aun ahora, cuando llega su aniversario, el 6 de marzo, no me olvido
de encomendarlo al Señor y de encomendarme a él para que conserve mi bólido sin
demasiados golpes ni raspaduras.